martes, 29 de enero de 2013

De Patrick y otros fantasmas [Crónicas de un lúmpen]

¿Cómo explicar cuán cerca de la razón estaba Patrick? El techista que jamás dejaba de sonreir mientras fumaba un cigarrillo en la escalera de un centro comercial, frente a un restaurant que aún no abría y tenía sus banquetas patas arriba, con sus dedos y sus manos y sus callos llenos de manchas indescifrables, y sus ropas harapientas, y que hasta me ofreció entre carcajadas y pitadas trabajar con él -aunque su jefe luego resultó no ser tan friendly-; ¿cómo explicar cuán cerca estaba al decirme que la vida valle abajo era mejor? Que los pueblitos como El Jebel o Glenwood estaban más poblados de latinos y se podía percibir en el aire un perfume de ananá y caracoles, aroma a centroamérica. Y más aún si seguías unos cuarenta minutos hacia el Oeste, más aún..
Pasaba algo rarísimo en la montagne, rarísimo pero saltaba a la luz enseguida: la gente se volvía frívola de tanto frío. O quizás ya lo era y venía a este adorable pueblito de montaña a buscar su hábitat natural, su nicho ecológico donde depredar Gucci's o Louis Vutton's; donde poder sentir por el tiempo que fuere necesario que las brechas sociales son un mito urbano m'hijo. Haciendo caso omiso al salvadoreño que hace treinta años embolsa tus artículos en el City Market; y ya no recuerda cómo hablar su español natal sin bombardearlo de uuuhm's, muletilla noramericana medio pelotuda para rellenar el vacío de la incertidumbre entre dos ideas- porque entre tanta frivolidad el único silencio permitido es el que producen los auriculares hi-fi con efecto de vacío -; o empleando interjecciones ajenas a sí: whoops! dammit!; en lugar de la puta madre que me reparió! cada vez que se le cae algo al piso o agarra tres bolsas en lugar de una y tiene que desperdiciar segundos separándolas mientras la señora lo mira ansiosa y despectiva, de arriba a abajo; de afuera a dentro como un tomógrafo, desde los muchos pelos frágiles que cubren sus brazos hasta su hígado ya cirrótico.
Pero no, el salvadoreño no existía en realidad, tampoco el dominicano de la estación de servicio, ni los mexicanos y guatemaltecos que laburaban en casi todas las cocinas de los casitodos restoráns en donde pude espiar. Y no existían tampoco las miradas que me lanzaban, de hermandad implícita, calidez trigueña propia del latino en la land of oportunities, no, no. Todos espejismos, ilusiones ópticas provocadas por el frío, la criogenización de la corteza orbitaria.
Las familias esperando la llegada, y las ganas de llegar a casa y hablar de nuevo un poquirou de español poeticou, de expresarse en un idioma que de cabida al sentimiento - no porque el inglish carezca de biutiful words, sino porque el lenguaje nativo alberga las más bellas que conocen - y el acostarse a dormir tras leer un cuento de Fontanarrosa, o jugar un partidito de truco a 15, cortito; o cualquiera sea la costumbre que deba ser repetida a fuerza de mantenerlos cerca de la casa de la que volaron.
Nada de eso era real, señoras, como tampoco lo son este cuaderno sucio ni la mano que le azota tintazos, tampoco las uñas comidas y pintadas para no comerlas con esmale transparente -y aún así, comidas-, ni los sueños interrumpidos por despertadores y bebés llorando, ni los sueños, ni las caries ni las pantomimas para pedir la cuenta. Carlos el jauskeeper del hotel tampoco existía, ni el hincha de Huracán que se fue a las manos con el colectivero que, en un español tan pulido como mi francés o mi húngaro, le pidió en un arranque de incoherencia que dejara de cantar
Cuervo, cuervo tarado, 
fui a tu cancha y me encontre un supermercado, 
una bandera, roja y azul 
y un changuito que decía Carrefour
Por supuesto el tipo no sabía que estaba tocando el filamento más íntimo del argentino medio - y en este caso también, medio mamado-, que a la tercer interrupción de su credo optó por ir al frente del colectivo con la cabeza gacha, y amagando con bajar por la puerta delantera ejecutó un giro de 180° (con un muy buen dominio del twist de cadera debo decir) y le dejó como souvenir -como recuerdo criollo, digamos- un racimo de puñetes dirigidos a su cara; y unas cuantas patadas a a donde pudo. Las canillas, la máquina que te escupe el boleto tras pedirte unas chirolas, la palanca de cambios -metiendo la reversa con una Neryo Chagui descendente al mejor estilo Acero Kali- y hasta el ventiladorcito que andá a saber para qué mierda quería el colectivero con el frío de cagarse qué hacía. Cinco grados bajo cero. Bien merecida tenía la cagada a palos el boludo, ¿para qué mierda quería un ventiladorcito?
Todo verso, nunca existió nada de esto. Un argentino no tiene nada que hacer acá, salvo que sea de San Isidro, o de Bariloche o Esquel  e instructor de esquí. O transa, en cuyo caso sí existiría. Existiría muchísimo en cada gota de sangre que brota por la nariz - y eso que el frío predispone a la epistaxis, pero estamos hablando de cataratas hemorrágicas imparables, no de mera gotitas- o existiría en la mirada nostálgica que se les dibuja a los ojos que acompañan esas narices al ver la nieve, y rechinar los dientes anestesiados.
Nada de eso era real, señoras, como tampoco lo son este cuaderno sucio ni la mano que le azota tintazos, tampoco las uñas comidas y pintadas para no comerlas con esmale transparente, ni el resto de su cuerpo, de su sexo y sus orgasmos, de sus vellos enroscados bajo capas y capas de ropa para protegerse del azote ya no de la tinta, sino del frío devastador y frívolo.
Ni la    m no    qu d s p rec  le   n t  m   t