jueves, 23 de agosto de 2012

17- Scott Fitzgerald [La caricia invisible]


Para entonces sólo estaban a unos dos metros de distancia, enfrentados. A él le hubiera gustado poder viajar a su lado, pero ver su rostro adormecido era un buen reemplazo. Viajaban conectados por los pocos centímetros de piel que se fundían en una caricia prolongada en el tiempo. El dorso de su mano libre le rozaba con especial delicadeza el tobillo, en sintonía con el vaivén del vagón sobre los rieles. Conocía cada una de las venas que se le dibujaban enraizadas bajo la tenue luz que entraba por las ventanillas. Era una posición tan incómoda, sin dudas, pero fue lo mejor que pudieron conseguir para poder atravesar en el menor tiempo posible los kilómetros que aseguraban su escape.
La mayor parte de su actividad cerebral parecía estar dedicada a sostener dicha caricia, dejando un pequeño número de neuronas libres que apenas podían rebuscárselas para sostener las demás funciones vitales, como respirar, leer y mirarla cada tanto. Como si fuera a escapársele aprovechando el descuido producido por un párrafo que lo atrapase de verdad. Uno de aquellos que de repente le confesaba más verdades de las que podía tomar nota.
Podía predecir que el vibrar del vagón la mecía en un sueño profundo, la arrullaba el viento metiéndose a través de los cristales rajados, entendía como avanzaba su trance a medida que las nerviosas pataditas que soltaba involuntariamente cada tanto, desaparecían hasta la quietud absoluta. En ese momento él se sabía responsable de sostener ese vínculo invisible para el resto del vagón, tanto incluso para los vagabundos que viajaban en el asiento contiguo.
La extrañaba en aquellos tramos donde la corrupción de años había carcomido las vías, y éstas convulsionaban al tren en feroces sacudones que separaban sus carnes haciendo desaparecer por instantes la efímera demostración de cariño;  o cuando todavía entredormida desenroscaba sus piernas para desentumecer las partes del cuerpo que sentía que ya no le pertenecían. Ni bien volvía a acostarse aparecían las pataditas anunciando que se entregaba nuevamente al plano onírico.
Cada tanto se separaba de él para abollar sus abrigos y fabricarse una almohada. Era tan duro el contacto entre sus espaldas y las maderas que debía repetir este proceso varias veces. Ya cómoda podía retomar su último sueño justo donde lo había dejado, no sin antes recordarle a sus piernas de gacela las coordenadas justas en las que debían colocarse. Se movían sutiles hasta el punto en que la distancia entre las pieles era apenas milimétrica, volviendo a aparecer la caricia invisible.
Él se sonreía ante la complicidad implícita entre sus cuerpos

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